Cortada profunda | Relato |

    La muerte de Gasper fue una tragedia, sí; tan estúpida y trágica podría parecer su muerte como lo fue su corta vida. Al chico lo abandonaron a temprana edad, creo que tendría unos doce años cuando su madre desapareció. Muchos creímos que el responsable, de una u otra forma, fue su padre pues, al poco tiempo, consiguió a otra familia. Se fue a vivir con su nueva esposa e hijos y, como no podía ser de otra forma, dejó al pequeño Gasper atrás, bajo el cuidado de su abuela, una señora encorvada y casi ciega que a duras penas podía bañarse sola.


Cortada profunda.png
Fotografía original de Pexels | Filip Marcus Adam

    De su padre solo le quedó una vieja hacha que guardó en un baúl de su habitación. Como era de esperarse, al no tener figura de autoridad alguna, pronto comenzó a recorrer las calles pero nunca tomó malos pasos, todo lo contrario. Cuando eres pobre y las tripas te suenan solo tienes dos opciones para conseguir algo de plata para comprar comida: una es robar, que realmente no es una opción, y la otra es trabajar. Gasper aprendió a trabajar.

    Por varios años se dedicó a ser vendedor ambulante, tocando de puerta en puerta, ofreciéndoles dulces, a veces artículos de limpieza, otras veces cosméticos. Todo lo que pudiera ser comerciable de seguro él lo vendía o ya lo había vendido; en ese trabajo nunca sería millonario, pero le alcanzaba para vivir con lo justo, y darse uno que otro gusto. Definitivamente, a sus dieciocho años, había salido de la pobreza y nunca volvió a pasar hambre. Por fin todo parecía ir bien, hasta que conoció a Soledad, una mujer de la villa contigua al barrio de Gasper.

    Soledad, la señora Soledad, pues rondaba por los cuarenta y tantos, fue una joven muy agraciada en otro tiempo, y aún acercándose a los cincuentas mantenía esa belleza natural que siempre le destacó por sobre las demás. Era una mujer peligrosa, todos lo sabían, su reputación la precedía. Nunca trabajó, su esposo rico la mantenía, y solo tenía dos aficiones: usar la caminadora y engañar al pobre desgraciado con cuanto muchacho le fuera posible; algo que Gasper probablemente no supiera cuando, aquella mañana del trece de septiembre, él tocó en la puerta de su casa, para venderle controles remotos de TV, y ella le invitó a pasar.

    Está de más decir que la plática entre ambos rápidamente se subió de tono y, después de beber media botella del licor más dulce que el pobre ingenuo joven nunca antes probó, conoció el segundo piso de la enorme casa, y la gran cama donde la mujer dormía con su esposo. No hubo tiempo de ponerse cómodos, apenas después de haber consumado el acto, cuando unos pasos violentos se escucharon dentro de la casa.

    —Es mi marido —susurró ella —. Si te encuentra aquí te matará.

    Gasper, hábil e idiota, no encontró mejor opción que ponerse las ropas a medias y saltar desde la ventana del segundo piso. La caída le lastimó fuertemente la pierna derecha, ahí donde las articulaciones de la rodilla conectan con el fémur sin embargo la adrenalina del momento le ayudó a ignorar el golpe hasta que llegó a su casa.

    —Deberías ir a ver al doctor —replicó su abuela al verle la hinchazón en la rodilla.

    —Hoy no —Respondió él. Ya era de noche estaba cansado luego de correr de la casa de Soledad.

    Lo que fue su pierna alguna vez terminó por ser más similar a un embutido endurecido al cabo de una semana. No visitó al doctor en los días previos porque estuvo convencido de que su malestar pasaría con descanso y, llegado a ese punto, ya le era imposible caminar. El dolor terminó por tornarse insoportable en las noches siguientes; y los remedios y cataplasmas de la abuela poco podían hacer para contrarrestarlo.

    Gasper siguió tendido en cama, empeorando día a día, intentando soportar, cada vez de forma menos creíble, el intenso dolor de la carne que comenzaba a pudrirse y pintarse de un color entre rojizo y morado. El dolor no cesó, aumentó día con día hasta que, invadido por la locura, volteó hacia una esquina de su habitación donde reposaba un viejo baúl que tenía años sin siquiera mirar. Se arrastró hasta él, lo abrió, cogió el hacha y de dos tajos se desprendió la pierna del resto del cuerpo. No intentó contener el sangrado, ni pidió ayuda, y falleció a los pocos minutos con una expresión de alivio marcada en el rostro.

XXX

Juan Pavón Antúnez

 

Separador Hive Linea roja y negro.png

Últimos cuentos/relatos:

Separador Hive Linea roja y negro.png

Medallas banner 3.png

Banner HIVE.png

H2
H3
H4
3 columns
2 columns
1 column
3 Comments
Ecency