Escape, ira y traición | Relato |

Fotografía original de Pexels | Andrea Piacquadio

    Las paredes lucían sucias, manchadas con sangre y heces secas; el inodoro estaba a pocos metros de su cama, todas las noches tenía que dormir con el hedor a meados concentrado en sus fosas nasales; la cama era dura, las paredes grises, tal como los barrotes que lo mantenían confinado a ese lugar, pero, si todo salía bien, no estaría en esa asquerosa celda por mucho tiempo más.

    —Rodrigo, es hora... —le susurró Amaranto, su compañero de celda. Él estaba despierto, con los ojos cerrados; no pudo dormir en toda la noche.

    Se sentó en la cama y presionó sus nudillos, unos contra otros. Ya solo quedaba esperar, pronto comenzaría el motín y esa sería su oportunidad de escapar. Solo él y Amaranto conocían su plan, el resto de los presos tenían algo diferente en mente: moverse de un pabellón a otro para matar al líder de una pandilla contraria. Un estúpido conflicto entre cerdos del cual él, aunque era miembro, no quería formar parte.

    Un sonido ahogado retumbó en una celda lejana, un desgraciado que fue sacrificado para ejecutar el plan; a las dos treinta de la madrugada, hora en la que iniciaba el cambio de turno, hora en la que menos polis vigilaban los alrededores, un grito de ayuda, del sacrificado, resonó. Un guardia se acercó al trote a la celda. Lo demás no lo escuchó, sin embargo sabía qué había pasado, otro guardia gritó: «Vuelve adentro» seguido de dos disparos y, un instante después, otro preso se acercó a donde él y Amaranto esperaban tranquilamente. Este portaba la pistola y llaves que robó al primer uniformado. En su rostro esgrimía una sonrisa de oreja a oreja, pupilas tan dilatadas como las de un gato en la noche, y manchas de sangre que le bajaban hasta el pecho.

    —¡Hoy es el día, hermanos! —exclamó, como un grito de victoria, y abrazó fraternalmente a los dos hombres.

    Pronto todas las rejas fueron abiertas, y los reos salieron. A los pocos minutos las luces amarillas de la lúgubre prisión se apagaron y grandes faros rojos, reposados sobre los umbrales de las puertas, se encendieron. Alertas antimotín, ya las había visto antes. Ya no contaban con el factor sorpresa, algo que esperaban.

    Siguiendo el plan del grupo, Amaranto y Rodrigo se dirigieron, con el resto, a la sala de armas. Ellos buscarían un par de revólveres o pistolas y aprovecharían el bullicio para colarse por una salida de emergencia que estaba cerca de allí. No hubo contratiempos. Cuatro polis más aparecieron, custodiando la sala de armas, y terminaron por manchar el suelo con su sangre.

    Todos agarraron lo que pudieron, Rodrigo y Amaranto se hicieron con unas nueve milímetros; ellos dos se quedarían atrás, esperando a que todos salieran, e irían por el camino contrario, así era el plan; desde luego no era el plan más elaborado, y en caso de fallar sería una condena de muerte, bien sea porque los matarían los policías por intentar escapar o los presos por intentar desertar de la banda. Rodrigo contaba con la ayuda de su compañero, pero no contaba con que, a veces, algunas personas realmente se comían esos ideales enfermizos de lealtad entre pandillas, creían de verdad en esa basura que despotrican sobre que los "hermanos" son más importante que todo y su corazón de imbéciles leales les impulsaría incluso a matar a sus madres si alguien les dijera que era por el bien de la pandilla; no contaba con que Amaranto era uno de esos.

    El golpe de la culeta de la pistola en su nuca lo hizo caer de rodillas, luego una patada en el estómago lo dejó tirado boca arriba. Cinco hombres, incluyendo a Amaranto, le miraban desde arriba. Uno de ellos, el líder de aquel pabellón, a quien llamaban Bosco, sostenía un machete. Ninguno dijo nada, él sabía que era hombre muerto, y en ese momento de valentía que llega cuando estás a punto de morir los observó a todos con mirada desafiante, incluso cuando el machete se clavó lentamente en su abdomen.

 

XXX

¡Gracias por leerme!

 

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