En otro tiempo | Relato |

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Foto original de Pexels | Pixabay

    Los gritos despertaron a Jimmy, su madre y padre discutían, él ya sabía lo que significaban: su progenitor había tenido un mal día, seguramente estaba ebrio, golpearía algunas cosas, rompería un cuadro o un vaso y luego caería derrotado en el sofá, o en la mesa, o en el suelo, como casi todas las noches. Se levantó para ir al baño y volvió a dormir. Al despertar el hombre dormitaba en un costado de la cocina con la respiración entrecortada, hediondo a licor, arropado con una cobija sucia de la cual le sobresalían los pies.

    Jimmy no prestó mayor atención, agarró un mango de la mesa, un par de panes que untó con mantequilla y los guardó en su lonchera, se vistió con el uniforme y luego siguió hasta la habitación principal, donde dormía su madre, frente a la TV encendida. Este la apagó y dijo:

    —Me voy —y salió sin esperar respuesta.

    En la escuela los matones de siempre, dos niños mayores que él llamados Joss y Ariel, lo esperaban en la puerta. Desde el inicio del año se había convertido en la víctima favorita de aquel par y, como todas las mañanas, a pesar de que le disgustaba pelear, oponía resistencia, intentaba defenderse, pero al ser más pequeño y débil siempre terminó apaleado en la acera mientras otros niños y adultos se quedaban parados, mirando sin hacer nada, o simplemente ignorándolo. La campana de entrada fue su salvación, siempre lo era, al menos hasta la hora de salida; si al terminar las clases se tardaba en retirarse la situación probablemente se repetiría.

    Ese día no fue tan malo, logró mezclarse entre un tumulto de niños y escapó de los acosadores, una vez estuvo lo suficientemente lejos de aquel lugar volvió a sentirse tranquilo, el camino de regreso a casa era, sin dudas, el momento más apacible en su vida. Caminaba lento, tratando de estirar esos escasos minutos, sin embargo procuraba no tardarse demasiado, pues llegar tarde a casa significaba otra paliza segura, esta a manos de su padre.

    Ya a una cuadra de la casa escuchó los gritos, nuevamente sus progenitores peleaban. Probablemente la madre había replicado algo, o no lavó los platos, no le agregó algún condimento a la comida o cualquier otra cosa, cualquier cosa podría detonar la furia del padre. Entró y vio que estos estaban en medio de una discusión más acalorada de lo normal; de un lado de la mesa del comedor ella sostenía un plato, otros dos estaban rotos, los fragmentos desperdigados por toda el área lo evidenciaron; del otro lado él sangraba por una herida en la cabeza y sostenía un cuchillo.

    —¡¿Por qué carajo llegas a esta hora?! —espetó el hombre, apuntando al niño con el cuchillo.

    —¡No metas al niño en esto, maldito borracho! —exclamó la mujer, un segundo después un plato voló y se rompió en pedazos contra la cabeza de su padre. Ahora la sangre le brotaba a borbotones del cabello.

    —¡Maldición, mujer! Tengo vidrios en el ojo —chillaba, con una mano ensangrentada posada sobre el rostro— ¡Te juro que lamentaras esto!

    Jimmy veía todo, sin dejar pasar ningún detalle. Forcejeaban, su madre arañó a su padre, este la lanzó contra la mesa; por otra parte, él solo tenía miedo y, a pesar de ello, no podía dejar de ver, quería separar a sus padres, quería intervenir, pero no se atrevía a mover ni un dedo. Por alguna razón verlos peleando le recordó a Joss y Ariel, si no podía enfrentarse a otros dos niños como él, no tendría oportunidad contra dos adultos.

    Todo terminó con un grito ahogado de la mujer y sangre, mucha sangre, emergiendo como una cascada color malva desde su vientre. Lo miró, parecía que intentaba decir algo, no obstante de la boca solo le salía más sangre. Cayó de bruces, inmóvil, boca abajo. Su padre, con las manos temblorosas, soltó el cuchillo y se sentó junto al charco donde yacía su madre; murmuraba «lo siento, lo siento, lo siento». Jimmy se sentó en el frío suelo, cerró los ojos cuando las lagrimas comenzaron a empañárselos. Intentó no pensar en nada y pronto empezó a sentirse cansado, como si no hubiese dormido en días.

    Los gritos lo despertaron otra vez, dos voces familiares, eran su madre y su padre, discutían; y él, sin saber cómo, estaba acostado en la cama con el uniforme de la escuela aún puesto. Saltó de la cama y salió. En la sala los dos pelaban como siempre, ni siquiera se percataron de que él había despertado. Siguió hasta la cocina; el lugar no lucía destrozado, ni halló pista de una gota de sangre en algún rincón. Se acercó al lavabo y cogió los platos, ninguno estaba roto. Le dolía la cabeza, no entendía nada de lo que pasó. Cada vez más confundido, llenó un vaso con agua y decidió volver al cuarto. De camino, en el pasillo, un niño idéntico a él apareció y, por un segundo, ambos se observaron fijamente, incrédulos.

 

XXX

¡Gracias por leerme!

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