Los dos zorros | Relato corto |

Los dos zorros

   

    El zorro gris despertó, la luna ya relucía en su máximo esplendor en el cielo, «conque luna llena, eh» pensó para sus adentros. Respiró hondo y se levantó a buscar a su amigo, el zorro tuerto. Aquella sería una noche de caza y, según había prometido el zorro tuerto, volverían con las panzas más llenas que nunca antes.

    —Eh, zorro tuerto —llamó el zorro gris, parado frente al tronco podrido que su amigo usaba como madriguera.

    —Qué hay zorro gris —dijo este, con una sonrisa bobalicona en el hocico.

    —¿Vamos ya?

    —Vamos ya.

    Emprendieron la marcha por horas. Aunque andaban a paso lento, el zorro gris sabía que habían recorrido un largo camino, pues no reconocía nada de los alrededores, hasta que distinguió un cartel y varios troncos acomodados como una especie de contención. «Una cerca».

    —Humanos... —exhaló en voz baja.

    —¿Qué dijiste? —preguntó el zorro tuerto, que ya estaba casi completamente del otro lado de la cerca.

    —¡Humanos, zorro tuerto! ¡Me trajiste a territorio de humanos! —espetó.

    Todos los animales del bosque sabían de los riesgos que conllevaba el acercarse a las tierras del hombre.

    —Calma, calma —repetía —. Sí, mi amigo, son humanos. Pero estos humanos están dormidos, no serán un problema, ni siquiera los veremos.

    Allí, al pie de los troncos, los dos zorros estuvieron discutiendo por una hora: «Puedes irte y volver con la panza vacía como todos los días o venir conmigo y, por primera vez en tu vida, comer como un rey» aseguró el zorro tuerto. La tripa le sonó en aquel momento al zorro gris y esos dos eventos, casi simultáneos, fueron suficientes para que, de mala gana, aceptara cruzar. Sin embargo afirmó al zorro tuerto que, ante la más mínima presencia de humanos, emprendería la huida con o sin él.

    Así llegaron hasta la entrada de una casita de madera que quedaba a pocos metros de una casa mucho más grande.

    —Ahí viven los humanos —dijo el zorro tuerto, señalando a la casa grande —, y aquí es donde comeremos, amigo mío —hablaba ahora de la casita.

    Por debajo de esta última, una madera estaba floja, algo que el zorro tuerto ya debía de saber, concluyó el zorro gris. Pues su amigo recorrió el camino debajo de la casita con completa seguridad. Apenas entraron, un montón de voces gritaron al unísono: «¡¡¡Zorros, zorros, zorros, zorros!!!» como locas. Eran gallinas, deliciosas gallinas, el zorro tuerto decía la verdad.

    —Coge una y larguémonos —dijo entonces el zorro tuerto.

    Mientras, el zorro gris fantaseaba al ver tantas gallinas juntas en un solo lugar. Salió de su fantasía solo para clavarle el diente a una gallina gorda que aleteó junto a él. El delicioso sabor de la sangre caliente chorreándose entre sus dientes fue alucinante, un manjar rojo que no degustaba desde hacía mucho tiempo. Cada uno cargó con una gallina muerta entre sus fauces y no las devoraron hasta estar de vuelta a la madriguera del zorro tuerto.

    —¿Y... qué te pareció? —preguntó el zorro tuerto, ni bien acabaron de comer.

    —Estuvo bien —comentó el zorro gris, que dejó escapar un eructo, y trató de que sus palabras no evidenciaran lo extasiado que se sentía—. ¿Volveremos mañana?

    —Claro que sí.

    Regresaron cada noche, por seis noches seguidas, siguiendo el mismo accionar: entrar por debajo de la casita, cargar cada uno con una gallina y marcharse velozmente, cuando aún el resto de las gallinas gritaban: «¡¡¡Zorros, zorros, zorros, zorros!!!», que era la única palabra que pronunciaban al verles.

    Pero, a la séptima noche, al entrar se encontraron con la sorpresa de que las gallinas desaparecieron.

    —¡Zorro gris! ¡Las gallinas! ¡Las gallinas no están! —exclamó el zorro tuerto.

    —¿Dónde podrán estar? —en efecto, el lugar lucía completamente vacío, más allá de los nidos y unas cuantas plumas.

    Pronto descubrieron que no eran los únicos allí dentro. Detrás de uno de los estantes, donde las gallinas tenían sus nidos, apareció un hombre, un viejo. En su rostro denotaba una gran ira y entre sus manos sostenía un rifle, con el que apuntó y disparó. El zorro tuerto lanzó un chillido y cayó de bruces, murió tras dar un par de pataleadas. Al mismo tiempo el zorro gris correteó por el estrecho lugar, invadido por el miedo.

    El viejo apuntó nuevamente y disparó, la bala impactó, pero no contra el zorro gris, sino a pocos centímetros, en otro estante. El zorro gris aprovechó el instante en el que el humano recargaba el arma para escapar por el agujero por donde había entrado junto a su fallecido compañero. Corrió y corrió con tal rapidez que llegó al tronco podrido del zorro tuerto en un abrir y cerrar de ojos. Nunca más salió del bosque otra vez.


Los dos zorros.png
Imagen original de Pixabay | Erik_Karits

XXX

   

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