El postre | Relato corto |

El postre

   

    —Taaaa, tadada tarara, tarara tadada —tarareaba Gil

    El era un hombre chaparro, de espalda y brazos gruesos, con la cara llena de manchas por el sol y una particular heterocromía en los ojos, que no era su única particularidad, pues también tenía una muy peculiar pasión por la cocina, especialmente por los postres, tanto así que se hizo llamar a sí mismo El Repostero, mote que además se tatuó en el abdomen.

    Mientras, iba y venía de un lado a otro. A pesar de caminar a paso apresurado y lucir agitado cuando trasladaba los utensilios e ingredientes que usaría para preparar su receta especial, sentía una extraña tranquilidad interna y percibía estar más enfocado que nunca antes en el postre que preparaba. Al fin y al cabo, por primera vez tendría comensales con los que compartir su obra.

    Estos invitados esperaban en la mesa del comedor: Al hombre lo trajo tras encontrarlo en un callejón, el pobre parecía estar en medio de una sobredosis; por otro lado, las dos chicas eran primas, «no, hermanas... o algo así». Las pobres quedaron accidentadas en medio de la autopista, él hizo el favor de darles el aventón y además ofrecerles una rica comida. También había otro sujeto, un joven regordete que fue el más difícil de convencer de todos. Al final no le quedó de otra más que aceptar aunque, a decir verdad, sentado en la mesa parecía estar un poco fatigado, quizá sería gripe.

    «Oh, la gripe. No hay nada que arruine más las papilas gustativas» pensó, al tiempo que metió el pastel en el horno. Ya en oportunidades anteriores Gil desperdició buenas comidas al verse en la necesidad de engullirlas con la nariz tapada, lo que mas le dolió en aquellas ocasiones fue no poder saborear los postres. «Pero qué va, hoy lo disfrutaré más que ningún otro día».

    —Taaaa, tadada tarara, tarara tadada —lo que cantaba era un soneto distorsionado, una invención de una canción que jamás escuchó, o no recordaba haber escuchado, sin embargo se había vuelto su canción preferida.

    Metió el pastel al horno y fue a echar un ojo a sus huéspedes.

    —¡Déjanos ir, fenómeno! —espetó el drogadicto apenas lo vio aparecer detrás del umbral de la puerta.

    —Taaaa, tadada tarara, tarara tadada, tarara tadada —repetía, haciendo caso omiso.

    —Por favor, déjanos ir —insistió una de las chicas, las lágrimas le recorrían el rostro mientras hablaba.

    —¡Oh! no, no, no, no, no, no, no. No llores —dijo Gil, acercándose a ella —. ¿Es porque tienes hambre? ¿Es eso, verdad? ¿Lloras por hambre? ¿O es que las sogas están muy apretadas?

    —Llora porque está asustada, ¡Maldito enfermo! ¡Demente! ¡Suéltame de esta mierda para matarte! —el drogadicto lucía muy alterado.

    Por el contrario, el chico gordo estaba demasiado tranquilo, cabizbajo con la cabeza apoyada en la mesa.

    —Oye, ¿te sientes bien? —preguntó Gil, no aguardó la respuesta —. Estoy hablándote —dijo y, al tocarlo, se dio cuenta de que había fallecido —. Oh... qué lástima.

    —¿Murió? —preguntó la otra chica, la que no lloraba.

    —Sí... creo que tenía una gripe muy fuerte o algo así —aseguró e hizo un ademán con los hombros.

    —¿¡Una gripe!? Serás hijo de puta. ¡Le cortaste una pierna! ¿¡Qué carajo creías que iba a pasar!? —el drogadicto siguió hablando y escupiendo sinsentidos, su rostro ahora se tornaba de rojo y las venas le sobresalían de la frente.

    Ese hombre era un cascarrabias, demasiado molesto. Gil había pasado horas preparando el postre y él no hacía más que quejarse. «No debí invitar a un drogadicto, son todos molestos y sucios por la boca» concluyó, pero ya estaba hecho. No podía deshacerse de él sin más.

    Gil se limitó a no prestarle atención. Se acercó a la chica llorona le aflojó un poco las ataduras que la mantenían sentada. Le apoyó los dedos en la barbilla para que alzara la mirada y, con una gran sonrisa en el rostro, le dijo:

    —Solo solté un par de cuerdas para que estés más cómoda. Pero si intentas escapar terminarás cómo él —señaló al gordo con el dedo índice. Entonces el dulce aroma llegó a sus fosas —. ¡Oh! ¿Hueles eso? ¡El pastel está liiiiiiiiiiiiiisto!

    Se marchó entre saltitos, tarareando: «Taaaa, tadada tarara, tarara tadada, tarara tadada» y Regresó a los pocos minutos. En una mano traía el pastel y en la otra un cuchillo de carnicero con el que comenzó a cortarlo en porciones.

    —¿Es eso... —la chica que no lloró ahora parecía estar a punto de hacerlo también.

    —Una delicia, sí —interrumpió Gil, y siguió cortándolo.

    El drogadicto vomitó sobre sí mismo cuando le puso su porción en frente. Desde su perspectiva, un dedo sobresalía entre la masa.

    —Espero que les guste. Como sabrán, cortarle la pierna al gordo no fue un trabajo fácil. y al parecer le costó la vida... ¡Pero, vamos! si no era yo, tarde o temprano lo mataría la diabetes o una de esas cosas con el azúcar —comentó, entre risas, y se comió la mitad de su porción de un solo bocado.


El postre.png
Imagen original de Pexels | Polina Tankilevitch

XXX

   

¡Gracias por leerme!

   

Posts anteriores:
Una y cinco de la tarde
Una familia
El bosque tenebroso y el gran sauce llorón
Xaxa: la última chamán
Xaxa: la tragedia

Medallas banner 3.png

H2
H3
H4
3 columns
2 columns
1 column
5 Comments
Ecency