MENSAJE EN UNA BOTELLA

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Imagen de Pelayo Arbués en Unsplash
Editada con PhotoScape


«No importa lo elocuente que ladre un perro; nunca podrá decirte que sus padres fueron pobres pero honestos.»

— Bertrand Russell



𝕄𝔼ℕ𝕊𝔸𝕁𝔼 𝔼ℕ 𝕌ℕ𝔸 𝔹𝕆𝕋𝔼𝕃𝕃𝔸


Ayer no pude contener las ganas y escribí esta nota, pensé en lanzarla al mar pero no confío en sus indescifrables enigmas, así que enterré la carta metida en una botella de vino, y dejé que fuera jalada por las fauces de la arena hasta perderse para siempre.

Hace tiempo había tomado como esposa a una mujer que vino sola en una balsa. Me dijo que provino de un país en forma de isla, donde todas las mujeres son libres del yugo de los hombres. Me confesó detalles reveladores sobre los últimos eventos que acontecieron en su vida y yo la escuché con mucha atención.

Ella fue desterrada por incumplir las leyes, había ayudado a un hombre que recayó en las costas de su país. Era el primer extranjero que pisaba su isla y, sabiendo de la estricta ley, decidió ocultarlo. El extraño era un sabio predicador peregrino que buscaba el paraíso, había recorrido incontables kilómetros de aguas negras, dulces y saladas impulsado por su deseo, pero el dios del mar, en contra de su odisea, le obligó a pasar hambre, sed y frío.

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El hombre parecía casi moribundo según mi esposa, me lo describió a la perfección y todo lo anoté. Tenía la piel pegada al hueso y el rostro pronunciado, sus ojos eran profundos y cadavéricos como un mensajero de la Parca. Sus manos larguiruchas, secas y nudosas. Sus barbas blancas y largas como cascadas argentinas. Le faltaban dientes pues la decrepitud se le adelantó, dejando solo vestigios de la virilidad que anteriormente exponía.

El día en que murió, mi esposa lloró mucho por él, admiraba su sabiduría y su ímpetu por aferrarse a la vida. Ese mismo día, la guardia real de su país se dio cuenta de su secreto y fue llevada hacia la suma Arconte. Fue condenada al exilio y enviada al mar con solo una pequeña balsa y poca comida. Pasó días y noches en la intemperie hasta que finalmente llegó a mí.

Le di un techo, comida y agua fresca, y gradualmente fue confiando en mí hasta que me contó toda su historia. Con el tiempo, pude verla hermosa y ella a mí, y nos gustamos hasta finalmente casarnos en un ritual que ambos preparamos. Esa noche consumamos y para continuar con nuestra suerte, entregamos nuestras almas al dios del mar.

Todo marchaba bien, fuimos bendecidos con nuevos sabores, sueños y una vida por cumplir, incluso su vientre fue agraciado con una hija a la que llamamos «Dayana», por la que tanto imploramos al dios del mar. Pasaron los años y Dayana crecía fuerte e inteligente, pero su problema consistía en que quería conocer el mundo, designios que yo siempre le prohibí.

Mi esposa y yo estábamos preocupados, sabíamos que los límites de esta encantada isla no eran suficientes para una joven que no conocía nada más, por lo tanto, era cuestión de tiempo de que sus deseos quisieran irrumpir en aguas misteriosas, así que fuimos al dios del mar y suplicamos clemencia, pero solo recibimos una calma que en vez de darnos sosiego nos causó zozobra.

El día en que perdería a mi hija se acercaba, pero antes perdí primero a mi mujer. Ella estaba desesperada pues no quería que Dayana se apartara de nosotros, así que hizo un pacto, fuera de mi conocimiento, con el dios del mar. Se entregó en cuerpo y alma a sus fauces murmurando en el lenguaje de las aguas sus servicios para toda la eternidad. Yo la vi por última vez cruzando el umbral de un vórtice, ella no volteó a verme, fue tragada sin piedad mientras mis lágrimas se fusionaban con la espuma salada.

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Lloré día y noche desde entonces, pero no estaba solo, pues mi hija nunca me abandonó en esos momentos crueles. Sin embargo, el sacrificio de mi esposa no fue duradero, pues el dios del mar nunca cumple sus promesas. Una noche se metió en mis sueños, me llamaba con su místico lenguaje e hizo que mi alma se ahogara en sus dominios. Lo vi por primera vez y me estremecí de miedo. Sus ojos furiosos e incandescentes eran como dos faros. Su rostro cubierto por algas, corales y moluscos daba la forma de un anciano severo. Sus barbas eran como cascadas frenéticas o ríos bravos, su voz fue lo peor, tan profunda y grave como un proyectil que explota en mi pecho.

El dios del mar, en tono exigente, pidió la mano de mi hija para llevarla consigo a su reino abisal, yo me negué rotundamente y lo desafié, sin pensar en las consecuencias de mis actos. En ese instante, me expulsó de su reino y caí de nuevo en mi cuerpo. Al día siguiente, bajo una mañana cubierta de malva escarlata, encontré con horror a Dayana entregándose a la costa. Le grité, pero ella no pareció escucharme, y al instante, en un último acto, las olas la tragaron ansiosas en un chasquido. ¡Ay la soledad ahora es mi triste compañera! No tardó mucho la depresión en atacarme, pero comencé a contrarrestarla escribiendo cosas sobre mi dolor.

Tomé un trozo de papel, lo coloqué en una botella de vino y dejé que la arena la arrastrara hasta el fondo. Conjuré una promesa para que mi carta no pasara desapercibida. Si alguien encontrase esta botella, ya yo habré muerto por la pena, pero por el contrario, si yo me encontrase vivo aún, entonces nadie sabrá mi historia. Eres tú quien tomará la decisión de publicar mi historia y de no ser tragado por el olvido, aunque la soledad me lleve en cualquier momento a los brazos de la muerte.

FIN


Escrito por @universoperdido. 18 de Mayo del 2021

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