EL PINTOR DE MACUTO


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EL PINTOR DE MACUTO

     En uno de mis viajes a La Guaira volví a Macuto para ver a los pintores. Bueno, no a todos, en realidad me llamaba la atención uno solo de ellos, Jan-Erik, un finlandés cuya pintura me había sorprendido sobremanera en una ocasión anterior, hace poco tiempo. Jan pintaba al lado de su compañera, una mujer joven que tal vez fuera bonita si lográramos apartarle la pelambre enredada que, desde el centro de su cabeza, se desparramaba por los hombros y la cara; y si pudiéramos cambiarle, por algo más estético, la falda que, como un fardo, arrastraba recogiendo el sucio a su paso.
     Jan no hablaba, sólo pintaba. Quien sí hablaba mucho era su mujer. Eso lo noté la primera vez cuando, sorprendido por su arte, me senté a prudente distancia para no molestar mientras lo observaba convertir un lienzo blanco en una obra asombrosa.
     Esa vez hice lo mismo. Me senté a mirarlo. Su mujer refunfuñaba por lo bajo, él pintaba. La espátula se movía en su mano como un leve aletear de mariposa dejando en la tela trazos armoniosos.
     De pronto, Jan se detuvo, limpió la espátula con un pañito que colgaba del caballete, puso ceremoniosamente la paleta sobre la caja de pinturas y clavando en mis ojos el verde de los suyos me dijo en tono poco amable: ¿Otra vez usted?
     No supe qué responder. Entonces él, cambiando el tono a otro más cordial me recordó:
     —Hace tres meses vino usted y se sentó en ese mismo sitio, a observarme.
     —Sí —le dije —. Creo que hacen tres meses, o algo así.
     —Tres meses, exactamente —me dijo con seguridad y luego completó —: 15 de septiembre. No sé por qué vuelve hoy precisamente.
     —Porque quería ver su arte, maestro —le dije adulante—, quería verlo pintar porque me fascina lo que hace.
     —Pues, me molesta usted...
Lo miré entre sorprendido y asustado y entonces me completó:
     —Me molesta porque se interpone en mis planes.
     —Lo siento, si le molesta mi presencia, me voy, disculpe, maestro —. Y cuando me dispuse a marcharme me miró a los ojos con esa mirada verde y enigmática que no podré olvidar mientras viva.
     —No es por nada, no es usted como tal lo que me molesta, sino su presencia; la presencia de alguien inocente venido de no sé dónde precisamente en el momento en que debo concentrarme en mi trabajo. Hace tres meses debí pintar una marina y no lo hice porque lo vi a usted ahí, boquiabierto, mirándome, observando mis telas. ¿Cree usted que si Dios hubiese tenido a su lado un mirón hubiese podido hacer el mundo? Hoy tengo en planes volver a intentar esa marina. Mire usted cuánta basura hay en este lugar; esos pintores, no crea, no son artistas nada, pintan el mismo motivo mil veces para venderlo a los turistas como mil originales… comerciantes del arte, el arte por el arte; mire usted ese castillete que aloja a lo más granado de Caracas, ahí se esconde la podredumbre social, vienen ahí para alejarse de ese mundo asqueroso que ellos han ayudado a pervertir… Mire a esa mujer, mi esposa, una bruja que me tortura con sus actos, su mal carácter, su manía de ver malo todo lo que hago, su manera de humillarme al servirme la comida, ¿podrá creer usted que duerme al revés para poner sus pies en mi cara? Pues lo hace, por puro desprecio nomás, olvidando que un hombre enamorado de su esposa es un hombre y no un perro zonzo…

     —Aquel ser que creí silencioso no se detuvo; su locuacidad fue para dar rienda suelta a su lengua ponzoñosa para agredir y maldecir, y renegar de todo. Y seguía hablándome ahora más bajo mientras se fue nuevamente a su caballete. Mientras volvía a coger sus bártulos y retornaba a su tarea de pintar seguía hablándome de lo acerbo de su vida, del infierno en el que lo había sumergido su mujer, y mientras tanto, la belleza del lugar seguía contradiciendo sus conceptos: las gaviotas se desprendían de la bóveda del cielo como pañuelos perdidos, las palomas pululaban como mil puntos blancos salpicando la plaza, las olas reventaban en el malecón recordándonos su fuerza inexpugnable, y mientras tanto él, concentrado en su tela, moviendo su paleta con giros de mariposa, me seguía hablando bajito y pintando, pintando su marina, y hablándome casi tan imperceptiblemente que debí acercarme mucho más a él para oírle perdiéndome en su charla cuyas palabras por momentos se me volvían inaudibles.
     —Él pintaba y yo veía que en su lienzo iba apareciendo su marina portentosa, llena de luz y sonidos… Sí, se escuchaba el rugir de las olas reventando como con rabia en aquel azul intenso de su paleta, yo miraba absorto, no podía despegar mis ojos de aquella pintura, no lo podía hacer a pesar de que el agua que Jan iba pintando en su cielo me salpicaba la cara, y a pesar de que el agua que pintaba en el extremo inferior del lienzo se desbordaba y caía al suelo, primero levemente; pero después como cascada y me inundaba los pies y los zapatos se me enterraban en la arena suave y móvil; después lo vi pintar sobre su cielo las manchas luminosas de una tormenta, y la lluvia, y el agua cayendo, y luego todos los azules de su lienzo se desbordaban como un mundo acuático y yo sentía a mi alrededor que sus pinturas lo iban inundando todo, todo, todo y no me desperté de su embrujo, sino cuando dando su última paletada me gritó: !Corre, pendejo, corre! y me empujó para que huyera precisamente en el momento en que su cuadro se agigantaba y su marina embravecida inundaba todo el litoral, con furia de titanes, derrumbando casas, comiéndose a la gente con ansias famélicas y arrastrando y ahogando todo a su paso. Todo, todo, todo.


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Imagen y texto de Tomás Jurado Zabala
Gracias por sus amables lecturas

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