El entierro de Eugenio Muñoz - Relato

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Fuente: Pixabay

No olvido mi primera experiencia en un velorio cuando me tocó representar a mi familia para darle el pésame a José Antonio, por la muerte de Eugenio, su hermano mayor. Yo tenía 11 años y el señor José Antonio más de 40, el fallecido tal vez 60 o más años. Mi tía era una de sus proveedores del negocio que tenía en el mercado municipal. Me correspondía llevarle, tres veces por semana, una bandeja de dulces criollos para la venta; me pagaba de contado y solía regalarme una bolsa de mandarinas, una mano de cambur o unos mangos, mis frutas favoritas.

El hermano de José Antonio murió la noche del 30 de diciembre de 1961, al parecer de un paro cardíaco, después de disfrutar una gran parranda navideña con sus amigos y familiares. Eugenio también tenía un comercio en el mercado y era trompetista en la Banda Marcial de Estado Sucre. El velorio fue el 31 de diciembre y el entierro el 1º de enero. Muchos comentaban en el barrio: se aguó la celebración de año nuevo con este velorio y el duelo. Por respeto y solidaridad, cada vez que fallecía un vecino en el barrio, nadie ponía música ni fiesta en su casa, durante 3 días. Mi tía me dio las instrucciones: “llegas a casa del señor José Antonio y lo buscas entre el gentío y cuando lo encuentres, lo abrazas y le dices: recibe mis condolencias y las de mi familia, mi tía está enferma y no pudo venir pero vendrá a los rezos. Si él te pide algún favor, no dudes en ayudarlo en lo que puedas y no te apartes de su lado”.

No se te olviden las palabras-dijo finalmente.

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Me dirigí a casa de José Antonio Muñoz, a unas tres cuadras de la mía, en la parte alta del Barrio San Francisco. Pasé al interior de la gran casa y casi al final del corredor que lleva el patio, estaba José Antonio sentado junto con otros hombres conversando animadamente, y más al fondo, otros decían chistes y reían a carcajadas entre la tos, lágrimas y humo de tabaco. Me acerqué y en lo que me vio empezó a llorar, se paró y me abrazó, sin dejar de llorar. En esta emocionada manifestación que no esperaba, no sabía qué hacer ni qué decir. El no dejaba de decir “se fue mi hermano, en medio de una pea”, “¡Ay hijo! qué dolor, qué pea”; “se fue mi hermano y no pudimos ayudarlo; Cumaná perdió a un gran músico”. Lágrimas y moco rodaban por el rostro de aquel hombre y a mí se me olvidaron las palabras de mi tía. Solo recordé lo del favor y atiné a decir:

-Si hay algo que yo pueda hacer me dice señor José.
-Sí claro, Perucho, fíjate que en la entrada y en la sala no falten sillas para que las mujeres se sienten.

Entonces agarré un par de sillas plegables y las llevé a la sala. No aguantaba el calor de aquella casa, con mi camisa manga larga y el cuello abotonado. Cuando regresaba al patio por otras sillas, alguien me dijo que en el primer cuarto faltaban sillas. Fui a buscar más sillas. Al llegar al patio, José Antonio me preguntó si pasé por el primer cuarto y le respondí que llevaría unas sillas y él me dijo que estaba bien pero que no olvidara llevarles una bandeja con café que ya estaba servido. Pasé a la cocina y recogí la bandeja con muchos vasitos desechables llenos de café negro humeante.

Me acerqué al cuarto principal, lleno de mujeres, todas lloraban, entre rezos y plegarias y hablaban de las proezas y aventuras del difunto músico. Cuando entré con la bandeja, todas callaron y me miraron fijamente, tal vez porque era el único adolescente en el velorio, de paso con corbata de lazo. Fui pasando la bandeja y todas tomaron su vasito y bebieron el primer sorbo, pero cuando llegué cerca de la urna, la esposa del difunto me preguntó si había visto a Eugenio, y sin más, me agarró del brazo y me hizo inclinar la cabeza sobre la ventanilla del féretro. “Míralo bien, parece dormido, parece que no se ha ido” y empezó a llorar con más fuerza, “Ay Dios, ¡¿por qué te lo llevaste?, ¿Por qué a un hombre tan bueno?! Habiendo tanto bicho malo por ahí, te aprovechaste del que estaba rascado?! ¡Ay Dios qué será de mí y de mis hijas!” Y gritaba y yo no sabía qué hacer; le dije “Cálmese señora Josefina, voy a buscar más café”. Grito: “Sí, sí, sí, busca más café hijo mío, ay Dios, qué dolor, qué pena!” y siguió llorando y gritando en coro con las hijas y otras mujeres que lloraban. Corrí a la cocina y no sabía si traer más café o más sillas. En eso alguien gritó: ¡Ya son las tres de la tarde, es la hora!”. Yo no sabía de qué hora hablaban, pero sí vi que todos se pusieron de pie y comenzaron a moverse hacia la sala.

José Antonio me atajó en la puerta de la cocina y me dijo “Ya es la hora, nos vamos”. Los hombres del patio también se pusieron de pie y se dirigieron a la calle; solo un pequeño grupo entró al cuarto principal para sacar el féretro, con bastante dificultad. Seis hombres cargaron el ataúd hasta la calle y se lo llevaron en hombros. Algunos tomaron las coronas y los ramos de flores y organizaron un desfile delante de la urna. Tomaron la bajada hacia la plaza Rivero y de ahí a la calle Sucre, rumbo a la iglesia de Santa Inés. José Antonio me tomó de la mano y no me la soltó hasta la iglesia. Mientras caminábamos daba instrucciones, y cuadró al menos dos o tres compras grandes de frutas y verduras para el puesto del mercado y alguien le entregó una gran cantidad de dinero en efectivo. Me vio y dijo sonriendo: “negocios son negocios”. Pero sus ojos solo reflejaban tristeza. Yo no decía nada porque las palabras de mi tía se las llevó el viento. Mucha gente estaba parada en las aceras de la calle Sucre, unos saludaban, otros se mezclaban con la multitud para seguir el cortejo y preguntar de qué murió el difunto. Los que no lloraban, rezaban o hablaban en voz baja.

En la iglesia hubo una breve ceremonia. En la entrada estaban, al menos, doce policías debidamente uniformados. Algunos lloraban con más resignación o calma cuando el cura dio el sermón. El padre habló de reconciliación y el perdón de los pecados: "con la llegada del nuevo año todos debíamos regocijarnos porque Eugenio pasaba a la vida eterna en brazos del Señor". “Vayan en paz, dijo finalmente”. Otro grupo de hombres cargó la urna; el cura caminaba detrás del féretro rezando con la ayuda de un megáfono. Entre los hombres noté que se acercaban, se saludaban con un abrazo y se decían en voz baja “Feliz año nuevo”, “Feliz año nuevo compadre”. Era 1º de enero. Primer día del Año nuevo 1962. Mientras caminaban hacia el cementerio, una botella de La Florida circulaba de mano en mano y se servían el licor en los vasitos desechables que despachaban de un solo trago. De la iglesia partió también un grupo de diez músicos que tocaban música religiosa o marchas fúnebres. Aquella música triste y el calor inclemente de las 4 de la tarde aplacó los llantos y los gritos de las sudorosas señoras, todas vestidas de negro.

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A pesar del calor, aquella gente se movía al mismo compás, muy despacio, haciendo paradas en las esquinas, por minutos se producía un silencio impresionante y solo se escuchaba la música y las pisadas de la gente en el pavimento caliente, o la voz del cura. Pasamos muy cerca de mi casa y mi tía y mi madre estaban en la puerta con otras vecinas. A las 4 y media llegamos al cementerio general y me preocupaba que a estas alturas del evento no recordaba las palabras que me indicó mi tía. No me apartaba de José Antonio a quien venían a saludar a cada minuto. Dispusieron la urna para el enterramiento mientras los músicos continuaban tocando el Popule Meus.

Entonces sucedió: cuando las personas comenzaron a lanzar flores y puñados de tierra sobre el féretro, abracé a José Antonio y le dije en voz alta “¡Feliz Año Nuevo 1962, Señor José Antonio, la vida sigue!”. Todos me escucharon y me miraron estupefactos, en su dolor y su llanto, sin decir una palabra; José Antonio cambió la expresión de su rostro y esbozó una sonrisa que se convirtió en una sonora carcajada, “¡Feliz año nuevo hijo mío, la vida sigue!”; y por contagio milagroso, todos, incluyendo al cura y la viuda, comenzaron a reir y a darse el feliz año nuevo, con abrazos y besos, con los rostros iluminados por la esperanza de un nuevo año: “¡Feliz año nuevo 1962, la vida sigue!”.

FIN


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