El perro con grandes patas | Crónica |

Eran las vísperas del día de los enamorados, a eso de las once de la noche del trece de febrero. Alejandra, mi pareja, en aquellos días mi novia pues no vivíamos juntos aún, me pidió ir a casa de su hermana a buscar un pequeño cachorro que nos habían regalado y que ella cuidaba por esa noche. Acepté, de mala gana, pues anteriormente habíamos quedado en no vernos ese día porque la movilización en transporte público en Maracaibo, mi ciudad, sería complicada debido a que, además de que el domingo por sí solo es un día malo para viajar en tráfico, entrábamos en semana radical de cuarentena por COVID-19; lo que quiere decir, básicamente, que todos trabajan hasta un par de horas después del mediodía y, por si no fuera suficiente, tenía que tomar dos buses para llegar hasta allá. A la mañana siguiente salí, con rumbo al otro lado de la ciudad, para llevarme al cachorro.


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Malta | Foto de @fotorincon12

En el apartamento, donde Alexandra, mi cuñada, vive con su hija de diez meses, Alissandra, y su esposo, Douglas, entre un reguero de migas de pan y el suelo mojado por el reciente paso de un lampazo –trapeador para otras latitudes– esa minúscula bola de pelaje marrón claro, con una franja de tono más oscuro que baja desde el torso hasta la punta de la cola, de edad en concreto indefinida, con grandes patas, muy grandes, anchas y gruesas para su diminuto tamaño, y una mirada completamente desentendida de lo que pasaba a su alrededor, causó un montón de problemas el día anterior; básicamente lloró desconsolado toda la noche, logrando así que nadie durmiera, además de aterrorizar a la bebé y, para varia, regó sus necesidades por todo el piso.

Pasé la mañana allí, comí, escuché las historias sobre los desmanes del cachorro, que ahora dormía, y hablé con Alejandra, que estuvo limpiando la escena del crimen hasta que llegué, sobre el futuro; pronto nos mudaríamos juntos, esta mascota era, de cierta forma, lo que firmaba nuestra unión. Lo llamamos Malta, en honor a la bebida de cebada que, creo que está de más decir, es nuestra favorita. En un abrir y cerrar de ojos llegó la hora de irme; cargué a Malta, nos tomamos una foto con él –creo que estará guardada en mi galería o la nube de Google– y lo metí dentro de mi chaqueta. Para ese momento me costaba creer que algo tan pequeño y vulnerable pudiera haber puesto los pelos de punta a tres adultos y una bebé. Yo solo rogaba, más bien suplicaba a la nada, que Malta no terminara por orinarme encima; sé muy bien que los cachorros no son especialmente buenos conteniendo líquido.

Así, con un bolso a mis espaldas y un perro con la cabeza asomada entre el cierre de mi chaqueta, partí de regreso a casa. El camino a la parada del bus me tomó entre doce a quince minutos, obviamente a pie. Supe que no había sido la mejor idea vestir con una chaqueta negra cuando el sol inclemente, que parecía posarse justo específicamente sobre Malta y yo, me sofocaba. A mitad del camino vi que se había quedado dormido dentro de mi chaqueta; el bamboleo de mis pasos ni el ruido de la calle pudieron despertarlo. Seguí mirándolo cada cien metros, él seguramente tenía tanto, o más, calor como yo. Ya estaba en la parada, esperando el bus que, como imaginé, tardó mucho en llegar. Para ese punto ya creí que el perro ya habría orinado sobre mí, sin embargo, para sorpresa, parecía estar bastante tranquilo, quizá yo estaba siendo muy paranoico respecto a ello.


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Alejandra, yo y Malta | 14-02-2021 | La foto sí estaba guardada en mi galería de Google

Llegamos al centro de Maracaibo, última parada del primer bus, y me levanté para bajar. Algunas personas, que veían al cachorro asomado a medias a la altura de mi pecho, me miraban de reojo, como si aquello fuera algo muy extraño; no creí, ni creo al sol de hoy, que sea acaso lo más inusual que pueda verse en el centro. Caminé unos doscientos metros y me subí, apresurado y aliviado, en el segundo bus; realmente creí que, debido a la hora, tendría que regresar caminando a mi casa. El colector, el sujeto que tiene la labor de cobrar el pasaje a los usuarios del bus, gritaba desde la puerta que aquel sería el último en salir por ese día.

Malta estuvo entre dormido y despierto casi todo el viaje, pero no duró en ese estado somnoliento mucho tiempo más; el sonido del bus arrancando lo despertó y comenzó a chillar. Emitía un lamento desconsolado del cual, estoy seguro, algún actor de novela se habría sentido orgulloso. De nuevo muchas personas se me quedaban viendo. Un hombre, de cincuenta y tantos quizá, de tez blanca y raquítico, de cabello corto canoso y vestido con una camisa de un fucsia particularmente chillón y corbata, sosteniendo una maleta con sus huesudas manos sobre las piernas, con una pronunciada sonrisa me preguntó: «de qué raza es». Hasta donde sé Malta no es de raza, se lo hice saber. Lo saqué de mi chaqueta y lo acosté sobre mis piernas, así como ese señor tenía acostada la maleta. Miré por la ventana, minutos después el mismo señor me tocó el hombro con uno de sus dedos, «creo que te orinó» dijo; el calor del líquido bajando por mi pierna bastó para comprobarlo, mientras Malta me miraba, como quien no entiende qué pasa, y siguió durmiendo plácidamente.

XXX

Juan Pavón Antúnez

 

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