Compartir el mismo cielo
El viejo de la tribu que le había enseñado mucho a Maichú pasó por allí y lo vio que estaba medio dormido. Sabiendo que aquel día estaba lleno de señales, dejó quieto a Maichú, para que este pudiera descubrir lo que aún estaba oculto entre el sol y la luna. También pasaron otros de la aldea e hicieron lo mismo: dejaron que el niño, capaz de ver lo que vendría después, hiciera lo que tuviera que hacer por el bien de todos.
Maichú, que había aprendido no solo de los hombres sino también de los animales, en sueño se convirtió en pájaro y pudo volar por los cielos y mares hasta divisar tres grandes embarcaciones. En ellas había hombres blancos que al principio Maichú no supo reconocer, pero que sabía que venían de muy lejos, tal vez de otro mundo, uno muy diferente al de él. Por eso se acercó más y escuchó cuando uno de ellos decía en una lengua extraña: Tierra, tierra…
Maichú vio hacia dónde estaba el dedo del hombre y vio que los hombres veían su mundo, el mundo donde Maichú siempre jugaba, donde estaba su familia, todos los animales y su casa. Por lo que Maichú se despertó y volvió a la aldea, y dijo lo que había visto; también dijo que el gran Dios que estaba arriba y abajo dijo que el cielo era tan grande que podrían compartirlo con otros. Entonces, los hombres de la embarcación llegaron y dijeron que los habían descubierto, pero lo que nunca supieron era que Maichú los había soñado primero.