El Reloj Maldito de Güigüe (Capítulo 7 Juan Lorenzo, la cuarta víctima)

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Al día siguiente, Crónidas se levantó un poco tarde ya que no había dormido bien. Mientras se daba un baño relajante en la tina, no pudo evitar pensar en aquellas voces que creyó escuchar, no obstante las recordó como etéreos susurros lejanos, que quizá jamás habían existido.

Estaba cansado y debía reconocer, al menos para sí mismo, que se estaba obsesionando con todo ese asunto del reloj. Por las noches debería tratar de relajar su mente y descansar. Eso sí, no pensaría dejarlo ni por un segundo, tenía que llegar al fondo del misterio, no solo para satisfacer su curiosidad, sino para aportar algo, una parte de él que fuese útil al reloj.

Así era él: inquieto, ávido y noble. No podía vivir con la idea de que tal vez pudiera hacer algo bueno y no hacerlo. Le encantaban esas viejas reliquias porque guardaban historias en su interior, recuerdos y épocas pasadas, por eso no soportaba la idea de que un reloj tan hermoso y magnífico, no pudiera medir y reflejar el tiempo que llevaba guardado, solo que éste era un aparato peculiar que no solo guardaba el tiempo que además se negaba a reflejar, sino que preservaba la muerte misma en su mecanismo, pero ¿cómo? y ¿por qué las horas de muerte de las víctimas coincidían con la misma en la que el artefacto se detuvo?

—¡Basta, Crónidas! ¡No empieces! —se dijo a sí mismo el hombre antes de sumergirse por completo en la tina—. Debo analizarlo con calma.

Después de salir del cuarto de baño y arreglar su apariencia, Crónidas tomó un delicioso desayuno en la cafetería, y se marchó directo hacia la casa del profesor Portillo que lo estaba esperando para continuar el recorrido por la nefasta historia del reloj maldito de Güigüe. En esta ocasión para hablar de la última víctima.

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Como de costumbre, el profesor lo instó a pasar a su despacho de paredes tapizadas con fotografías y reconocimientos hacia su labor como maestro e historiador. También lo invitó a tomar asiento frente al escritorio y mientras lo hacía, Crónidas no pudo evitar recordar nuevamente aquella especie de alucinación que tuvo la noche anterior. ¡No! No valía la pena seguir pensando en esa tontería. Había sido la vieja radio a baterías la culpable, se activó de alguna forma, eso era todo.

—¡Ah Caramba! Ya empezó a llover otra vez —se quejó el profesor Portillo, mirando a través de la ventana cuya vista daba a la plaza Ávila—. Lo bueno es que mi señora no va a tardar en venir a tocar la puerta para ofrecernos su delicioso café con leche.

—¡Marta, ayúdame con la ropa, por favor! ¡Qué vaina que no puede uno lavar porque enseguida se pone la nube! —escucharon quejarse a la señora a lo lejos.

—Bueno, en cuanto termine de quejarse y recoger la ropa del tendedero —dijo riendo el profesor.

Crónidas rió también y observó con atención al maestro mientras éste tomaba asiento frente a él. Tanto en sus ojos como en su hablar suave y pausado, se notaba que era un hombre humilde, a pesar de todos los conocimientos que atesoraba esa mente brillante. Se preguntó entonces cuantas historias estarían recluidas allí, en esa memoria privilegiada.

Tras un hondo suspiro, el profesor comenzó a hablar.

—Bien —dijo con un encogimiento de hombros—. Finalmente hemos llegado al último, la más reciente de las víctimas. Y creo que debo aclarar que no es cualquiera. Se trata de mi compadre Juan Lorenzo, padrino de Santiago, mi hijo mayor.

Crónidas no pasó desapercibido el hecho de que la acostumbrada alegría y energía que desbordaba el maestro normalmente, desapareció por unos minutos, dando paso a una expresión taciturna. El hombre volvió a suspirar y miró al techo, tal vez para evitar que las lágrimas salieran de sus ojos, o para buscar en su memoria el rostro de su amigo.

—Si le hace daño, no tiene que contarme —dijo Crónidas al ver lo afectado que se sentía el hombre.

El profesor negó con la cabeza y realizó otro encogimiento de hombros.

—Descuida, tú no viajaste desde tan lejos para escuchar la historia a medias —respondió, ajustándose las gafas mientras extraía de una gaveta del escritorio una fotografía.

—Este es Juan —dijo con una mirada melancólica—, reparando uno de sus preciados relojes. Aprendió el oficio en Valencia, desde muy pequeño, con su abuelo, pero el señor murió cuando él tenía quince años.

Crónidas agarró la fotografía para examinarla. Era el retrato en blanco y negro de un hombre manipulando una de sus piezas en un taller.

En ese momento tocaron a la puerta, y segundos después, en efecto, ingresó la esposa del profesor con una bandeja que contenía un par de tazas enormes con café con leche, y pan de guayaba, horneado por ella misma.

—Yo creo que seguiré viniendo a visitarlos, aún después de concluir mi investigación —bromeó Crónidas, tomando una de las tazas que la mujer le ofrecía. Los demás rieron también.

Cuando volvieron a quedarse solos, Crónidas devolvió la fotografía a su dueño y, como siempre, activó la grabadora de su teléfono celular.

—Juan era como tú: curioso y ávido. Siempre estaba desarmando los relojes de su propia casa para armarlos de nuevo, imitando a su abuelo. Debe ser por esa razón que Don Mariano se lo llevó con él a Valencia, para terminar de criarlo y enseñarle su oficio.

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Juan Lorenzo, en efecto era un joven curioso y que además amaba los retos. Era oriundo de allí, de Güigüe, y por ende siempre conoció la historia del hermoso reloj de la plaza Ávila a quien todo el mundo temía por su terrible historial.

Después de la muerte de Chipia, nadie quiso acercarse siquiera. Incluso los barrenderos, dejaban que se acumularan las hojas secas de los árboles y de esta forma, entre la humedad y la falta de mantenimiento, el reloj empezó a deteriorarse, llenándose de óxido en la base metálica. Pero Juan, que había escuchado la historia, no la creyó. Era un aventurero nato, y poco le importaban las habladurías de la gente. ¿Cómo rayos un objeto inanimado iba a provocar la muerte de una persona? Peor aún, de tres...

El reloj llevaba algunos años detenido desde que el buen Chipia lo arreglara por última vez. Pasó de ser el icono y mayor orgullo del pueblo, a su peor desgracia, y nadie se atrevía a tocarlo siquiera. Las madres le decían a sus hijos que, si iban a jugar en la plaza, no se acercaran a esa cosa. Pero los pequeños, Juan entre ellos, tenían como juego especialmente divertido, el reto de acercarse lo suficiente al reloj como para ser considerados una especie de «héroes».

—Yo llegué hasta aquí la última vez —dijo un niño, señalando con el índice una línea borrosa, dibujada en el suelo con un pedazo de teja.

—Eso no es nada —respondió Juan Lorenzo mientras se recostaba del armazón de metal medio oxidado, mirando hacia arriba la última hora marcada: las tres en punto.

—¡Quítate de ahí! —gritó una de las niñas, mirándolo con horror—. ¿Estás loco?

—¿Qué? ¿Me va a matar nada más porque lo toqué?

—Mejor nos vamos, no quiero problemas —dijo el pequeño Manuel (el profesor Portillo)

—¡Son unos miedosos! —se quejó Juan Lorenzo, riéndose de sus amigos.

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Días después, su abuelo, Don Mariano, vino a buscarlo y se lo llevó a Valencia donde le enseñó el oficio de relojero.

Era muy bueno en realidad y cuando regresó a Güigüe, llegó a ganar fama y prestigio como el mejor de todos, tal y como una vez lo hicieran Chipia y Salvatore Consoli, antes del terrible destino que tuvieron ambos.

Los años pasaron y Juan Lorenzo, que siempre se imponía retos para mejorar el rendimiento y la calidad de su trabajo, no tuvo mejor idea que plantearse lo que los lugareños consideraban una afrenta, desafiar la maldición impuesta en ese aparato. Repararlo significaría la muerte, decían todos, tratando de disuadirlo de su empresa, pero nada ni nadie lo haría cambiar de opinión, ni siquiera su compadre Manuel, a quien apreciaba tanto.

—¿Eres tonto, Manuel? ¿De verdad crees que esa vaina tiene tanto poder así?

—No se te olvide que he estudiado la historia, Juan. Ya van tres...

—Precisamente por eso es que me extraña. Tú eres universitario, compadre, ¿cómo vas a estar creyendo en cuentos de viejos?

—No son cuentos de viejo, Juan. Hay registros que respaldan las historias: en la biblioteca, en la casa parroquial, incluso están los informes forenses.

—¡Manuel! —exclamó el hombre, tomando a su compadre por los hombros—. Deja de creer en vainas, ya somos adultos . Precisamente como historiador que ya casi eres, deberías apoyarme. Voy a rescatar al icono del pueblo, ¿sabes lo que eso significa? Después de tantos años.

Manuel negó con la cabeza, rendido.

—Pero ¿que hay de los tres fallecidos? —preguntó en un último intento desesperado por hacerlo entrar en razón.

—Son casualidades —simplificó el compadre.

—Tres casualidades —susurró Manuel después de exhalar una escueta risa irónica.

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Tal y como se lo había propuesto, Juan Lorenzo hizo la petición al ayuntamiento que, incrédulo y al mismo tiempo agradecido, otorgó el permiso para que el técnico comenzara la restauración del icono.

Le llevó algunos días ese proceso, porque el hombre se dedicó primero a limpiar y embellecer el exterior, reemplazando los cristales de todas las caras, deshaciéndose de la herrumbre que cubría la base metálica, y posteriormente pintándola.

La gente lo observaba con atención y miedo a la vez, ya que era la primera persona en mucho tiempo que se atrevía a desafiar a esa cosa, que más bien parecía querer permanecer olvidada y ajena, dominando la plaza Ávila.

—¡Deja esa vaina quita, muchacho! —le gritó una vez un anciano, a lo lejos mientras él terminaba de pintar la base.

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Juan suspiró con impaciencia y siguió con lo suyo.

A veces, Manuel intentaba mantenerlo ocupado en otros asuntos, invitándolo a una hacienda familiar en el pueblo de Aguirre, en el occidente del estado. Juan asistía, pero al día siguiente estaba de regreso, deseoso de continuar sus labores.

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—Pensaba en eso todo el tiempo —manifestó el profesor Portillo, con los puños cerrados, claro signo de impotencia—. No había forma de disuadirlo. Él estaba empeñado en reparar esa cosa y nada ni nadie lo iba a detener.

—¿Cuánto tiempo se tardó en el proceso? —preguntó Crónidas, atento a la expresión taciturna del docente.

En ese momento el hombre no lo miraba a los ojos, sino que se dedicaba a seguir, con el índice, el borde de la taza de porcelana, ya vacía.

—Mucho tiempo —respondió el profesor—. Como un mes. Tuvo que buscar los cristales y la pintura allá en Valencia, quitar el óxido, en fin... Además, yo quería mantenerlo ocupado porque no quería que... ¡Crónidas! —exclamó, dejando al fin la taza vacía sobre el escritorio—. No es que yo estuviese demasiado convencido de que realmente existiese esa maldición, pero ya habían tres personas muertas en circunstancias extrañas: El primero del que no quedó registro de su nombre, el segundo: Salvatore Consoli, y el tercero, el pobre Chipia.

—Bueno, ya sabe usted que yo manejo una hipótesis bastante razonable al respecto, profesor —respondió Crónidas—. Debe haber algo tóxico muy potente en el interior, algo que ellos manipularon sin protección alguna y que derivó en un deterioro masivo de su salud.

—Perdóname, muchacho, pero ¿crees que esa sustancia fue lo suficientemente tóxica como para asesinarlos en un día, como en el caso de Chipia? Por otra parte, existe el hecho de que todos murieron cuando el reloj se detuvo o viceversa.

—Eso último debo reconocer que es desconcertante, pero tal vez pudiera tratarse de una coincidencia, una terrible y extraña coincidencia.

El maestro volvió a encogerse de hombros y continuó con su relato...

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Una vez que Juan Lorenzo terminó de limpiar y embellecer el exterior, se dedicó a arreglar el complicado mecanismo. Al igual que lo hiciera Salvatore años atrás, Juan se dedicó a desmontar los engranajes y demás piezas del interior para sumergirlos en una solución limpiadora que contenía un poco de ácido. Era muy fuerte.

A este punto del relato, Crónidas se mostró todavía más interesado. Supuso que tal vez ahí estuviera la clave de la muerte de Juan Lorenzo: quizá la presunta sustancia nociva que ya tenían las piezas, al entrar en contacto con el ácido, se volvería todavía más peligrosa, y lo hizo especular que quizá el hombre hubiese muerto en menos tiempo que sus antecesores, quizá duraría unas cuantas horas luego de desmontar el mecanismo.

El profesor Portillo pareció adivinar sus pensamientos, debido a la expresión de su rostro y por ende le hizo una seña con la mano para pedirle que aguardara y continuara escuchando la narración...

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Él cepilló cada pieza con paciencia y esmero: el muelle, el dial, el bisel, el áncora y todo lo demás. Posteriormente fue ubicando cada cosa en su lugar, asegurándose de que los engranajes encajaran perfectamente, lubricándolos después para un mejor funcionamiento.

Juan tomó una escalera y subió hasta la cara frontal del artefacto, comprobó la hora en su reloj de bolsillo, las diez de la mañana y, después de observar la hora marcada en el reloj que estaba reparando (la misma en la que falleció el querido Chipia, según los chismosos del pueblo, las tres en punto) se encogió de hombros y comenzó a mover las manecillas para ubicarlas en la hora correcta.

Bajó de la escalera y se ubicó nuevamente en la parte posterior para darle cuerda al mecanismo. Enseguida volvió a subir la escalera y así, comprobó con satisfacción, que su obra estaba terminada. Lleno de orgullo montó el cristal nuevo y bajó para admirar mejor su trabajo.

El reloj de Güigüe funcionaba de nuevo, después de tantos años sus agujas giraban otras vez, recorriendo los ornamentados números romanos ¡Qué gran alegría! ¡Lo había logrado!

Juan Lorenzo ingresó al ayuntamiento para contar su hazaña y reclamar el dinero acordado previamente. El propio alcalde lo felicitó y prometió incluso pedirle al cura del pueblo que realizara una misa en su honor para bendecirlo y protegerlo.

La gente del pueblo estaba temerosa por Juan, pero al mismo tiempo reconocieron estar agradecidos porque debido a su labor y también a su valentía (según la opinión de muchos) podían ver funcionando el reloj de nuevo (algunos por primera vez)

Observaron el segundero moverse alrededor, felices porque podrían comprobar la hora en el reloj del pueblo y también, por primera vez lo veían lucir tan hermoso y pulcro.

—¡Hasta que lo hiciste! —había dicho Manuel a su compadre, con un tono que denotaba mitad reproche y mitad incredulidad.

—Y no me morí —añadió el otro, levantando la nariz con orgullo y suficiencia.

—Bueno, gracias a Dios pero...

—No, hombre ¡No digas eso! Será mejor que mañana vayas a la misa que tiene preparada el padre Esteban para tu bendición —dijo Manuel y se fue un tanto preocupado.

Pero Juan Lorenzo no solo alcanzó a asistir a la misa al día siguiente, sino que además pasó una semana, dos, tres y al ver que la integridad del hombre seguía impoluta, todo el mundo comenzó a olvidar todo ese asunto de la supuesta maldición, incluso el profesor Portillo que agradeció al cielo por estar equivocado, incluso se sintió estúpido al recordar las advertencias hechas a su amigo y compadre.

—No obstante, al final de la cuarta semana, un mes después de la exitosa reparación del reloj —dijo el profesor—, éste volvió a detenerse a las tres y un minuto de la madrugada, la misma hora en que la esposa de Juan, Natalia, lo encontró muerto, allí a su lado. Ella se despertó a esa hora y cuando encendió la lámpara para ir al baño, vio que él tenía el rostro laxo, y aunque sus ojos estaban cerrados, él no parecía dormido y en efecto no lo estaba. No tenía pulso y estaba demasiado pálido.

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—¡Cielos! —exclamó Crónidas, dándole una palmadita cariñosa al hombre en el brazo para reconfortarlo—. Pero ¿Qué dijeron los médicos? Supongo que lo revisó un forense.

—Desde luego que sí, se hizo la autopsia correspondiente de la cual yo conservo una copia del informe —afirmó el docente, sacando una carpeta desde dentro de un archivero—. Es algo absolutamente desconcertante, salvo por el hecho de que Juan Lorenzo estaba muerto, todo estaba en orden. Antes de morir gozaba de una extraordinaria salud. Murió teniendo tan solo veinte años de edad —añadió con impotencia.

Crónidas leyó con detenimiento todo el informe, lo hizo un par de veces para no perderse detalles que pudieran haber pasado por alto antes, y así comprobó que el profesor tenía razón.

—¿No contemplaron la posibilidad de un ataque cardíaco? —preguntó Crónidas.

—No —respondió el profesor, recuperando el informe mientras negaba con la cabeza—. Esas cosas son las primeras que analizan cuando hay una muerte repentina y como ves, no hay registros de eso. Recuerdo bien lo desconcertado que estaba el forense. No había explicación lógica para el hecho. Juan Lorenzo se había convertido oficialmente en la cuarta, y espero que la última, víctima del reloj.

Crónidas desactivó la grabadora de su teléfono celular y, después de conversar un poco con el hombre, regresó a la posada.

Estaba más desconcertado que nunca, Juan Lorenzo no había muerto enseguida, sino un mes después, es decir, que el posible veneno había tardado más tiempo en hacer efecto. Por un momento tuvo dudas, pero él mismo se encargó de despejarlas de su mente. Había llegado la hora de develar el misterio. Ninguna de esas personas había usado el equipo necesario para lidiar con sustancias tóxicas. Él podría intentarlo y de esta forma poner fin de una vez a los rumores. No existía tal maldición y él iba a demostrarlo.

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Muchas gracias por su atención y su apoyo, ya falta poquito. ¿Creen que Crónidas logre develar el misterio y salir ileso? ¿Qué opinan?

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