El último y pútrido aliento (Cuentos de Mizú)

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Arte: Julian Met'yu


La reconocida familia Göring había sido la más rica y prominente de todo Heiligen en la era del amanecer de sus tiempos. Ellos formaron parte de la generación fundadora del pueblo. Para el año 1810, cuando el territorio fue bautizado, ya tenían dos años habitando en aquellas tierras sin nombre.

Los Göring eran una copiosa familia que provenía de algún lugar al sur de Alemania, territorio que en aquel entonces era conocido como Sacro Imperio Romano Germánico. Durante varios siglos, los Göring habían amasado su enorme fortuna como comerciantes de telas, especias y algunos otros productos de gran valor.

Pero fue el café lo que acabó por convertirse en su principal producto cuando descubrieron la fertilidad incomparable de aquellas montañas en el lomo de Venezuela.

Fue el relato de un entusiasta viajero que se había adentrado en ellas lo que los motivó a unirse a la masiva migración que tenía como destino aquel lejano territorio: una alta montaña que se esconde del sol durante la mitad de la tarde bajo gruesos mantos de niebla.

El Nuevo mundo les ofrecía una oportunidad de unirse a un mercado creciente en el momento justo. Tras enviar una exploración precavida, descubrieron que el lugar tenía las condiciones perfectas para cultivar un excelente café, y habían contado con la suerte de hacerse con algunas exquisitas semillas fértiles provenientes del norte de África.

Con esa fórmula ideal, su marca fue consolidando un prestigio sin igual que los llevó a convertirse en una de las compañías cafetaleras más importantes de su época. Tenían un negocio fantástico y vivían en un paraíso terrenal.

El hogar de los Göring era una construcción muy suntuosa y de gran extensión. La majestuosa mansión familiar había sido construida con tanta espectacularidad y delicadeza que parecía estar muy cerca de convertirse en un lujoso palacio. Tenía un estilo que emulaba la belleza del arte rococó entremezclado con detalles coloniales que se fusionaba con la vegetación local en una tregua armoniosa.

La mansión Göring se hallaba apostada en una cómoda planicie, rodeada por verdosos campos plagados de árboles frutales y plantaciones diversas donde los cafetos destacaban en número. Había árboles de fresas, duraznos, y una gran variedad de hortalizas.

Aquel terreno era bordeado por altísimos árboles de gran frondosidad que ya contaban su edad en unidades de siglos. Y por un costado cruzaba un acaudalado río que se estancaba en una depresión rocosa, formando una calmada lagunilla.

La familia Göring, como parte de la ola fundadora del pueblo de Heiligen, tenía en su sociedad una vida aristocrática que les permitía asumir discretamente el rol de una monarquía.

Los Göring contaban con un un control absoluto sobre las tierras que poseían: un enorme territorio que se extendía por kilómetros en la posición más privilegiada de la montaña.

Pero aquella bonanza imbuida en exceso de poder acabó el día que, por orden del presidente Monagas, la esclavitud empezó a ser abolida en todo el territorio de Venezuela en el año 1854. A partir de entonces, los Göring y las otras familias que dirigían las grandes haciendas de Heiligen, no tuvieron más remedio que liberar a cada uno de sus esclavos.

Si querían mantener sus negocios, las grandes familias de Heiligen debían contratar a peones que trabajaran en sus tierras como hombres libres. Esa situación no fue del agrado de quien por entonces era la cabeza de la familia y sus negocios: Robert Göring.

Aquel viejo testarudo, un hombre necio educado entre opulencia y vanidad extrema, sentía un genuino desprecio por cualquiera que estuviera fuera de su círculo social, y frecuentemente también odiaba a quien estaba dentro de este. Pero de todas las personas, para el viejo Robert no había gente que le causase mayor repudio, mayor desprecio, que los hombres y mujeres de raza negra.

Su irracional odio se puso en mayor evidencia cuando supo que estaba obligado a liberar a sus esclavos. Mientras que sus pares en Heiligen decidieron que la mejor solución para ellos era contratar en libertad a los mismos esclavos que liberarían, Robert Göring ni siquiera llegó a considerar hacer algo como eso.

Él pensaba que incluso por insinuarlo llegabas a ofender totalmente a su estirpe, a su raza y sus antepasados. Robert Göring creía que era inconcebible tratar a las personas de raza negra como algo más que serviles animales.

Al saber que la abolición era inminente, lo invadió un intenso arranque de ira que lo llevó a encerrarse en sus aposentos por varias horas. Cuando se le volvió a ver, comunicó que necesitaba la presencia de su capataz en la mansión, y se aseguró de dejar muy claro su carácter de urgencia.

Robert consideraba a aquel hombre como su mano derecha. Cuando llegó al fin, le hizo saber que concluyó, tras haberlo reflexionado bastante, que lo mejor que podían hacer era deshacerse de sus esclavos. Ni siquiera la promesa de una indemnización por ellos le pareció razón suficiente para cambiarle de parecer.

Cuentan que, durante el alba del 20 de marzo de 1854, nueve carretas salieron desde la hacienda Göring y se dirigieron directamente hacia La Guaira. Se cree que alcanzaron el Puerto Maya cuando apenas daban las tres de la tarde.

En su interior, las carretas no llevaban su mercancía habitual, sino los esclavos que más tarde abordarían al Gran Tempestad, el buque de carga de los Göring. El barco partió ya durante las horas del atardecer. Rápidamente la noche acabó arropándolo en medio del mar caribe.

Algunas horas más tarde, los esclavos emergieron a la cubierta uno por uno, llevando ajustados grilletes alrededor de sus tobillos y muñecas. En sus rostros reflejaban claramente la prominente incertidumbre en la que se hallaban. Las cadenas que llevaban a rastras golpeaban y rayaban la dura madera que conformaba las escaleras, pero todos guardaban un funesto silencio.

Cada día escuchaban atentamente esa atroz sinfonía de su vida en condena: agudas percusiones arrítmicas de un metal frío que los ataba bajo la opresión y la brutal tiranía. Iban arrastrando los pesados eslabones que les habían impuesto durante generaciones.

Kamino Dalá era uno de los esclavos más jóvenes de los Göring. Su suerte le había arrancado de los brazos de su madre durante la etapa cumbre de su infancia. Ya llevaba cinco años bajo el látigo de la familia Göring al llegar aquella noche.

Cuando al fin emergió a la cubierta, le pareció sumamente extraña la sensación que le produjo el primer encuentro de su rostro con una suave brisa marina. Por primera vez en su vida, Kamino pudo percibir con esperanza un pequeño atisbo de lo que era la verdadera libertad.

Casi todos los esclavos que le acompañaban tenían historias muy similares a la suya. Habían tenido una vida de total esclavitud, sufriendo graves arbitrariedades y un trato cruel al que les sometían permanentemente.

En sus humildes cabañas, dos noches antes, había empezado a correr el rumor de que finalmente serían libres. En ese momento, los esclavos deseaban tanto que aquellos rumores fueran ciertos que empezaron a creer, sin ninguna evidencia, que realmente alcanzarían la libertad que tanto anhelaban... Sus almas ingenuas no hubieran imaginado nunca lo que ocurriría luego.

Todos ellos llegaron a cubierta y se formaron en filas. Uno de los marineros que tripulaban la nave, vestido con un elegante gabán y apoyando sus pasos con un pulido bastón dorado, se alzó hasta la altura de la proa y se posó frente a los esclavos diciendo:

—Negros… están nerviosos, ¿verdad?

dijo el hombre y concluyó con una risilla.

—Pues en realidad deberían estar felices. ¿No saben las buenas noticias? ¡Hoy van a cumplir finalmente el gran sueño de sus vidas! Parece que los políticos que tenemos en la capital han acordado volverse locos. ¿Lo imaginan? Pues… Hace unos días decidieron que...

Súbitamente soltó una carcajada.

—Disculpen, disculpen... ¡Es que esto es realmente divertido!... Lo que pasa es que ahora a esa manada de idiotas le disgusta que ustedes sean tratados como… negros.

Tomó una pausa y siguió su monólogo.

Han promulgado una nueva ley que nos prohíbe darles trabajo en nuestras tierras como los esclavos que deben ser. Yo la verdad no lo entiendo... ¿ustedes lo entienden? Claro que no... Ustedes están hechos para servir, no para entender.

Sin embargo, aunque son muy buenos para hacer su trabajo, resulta que ninguno de nosotros quiere trabajar en un lugar donde ustedes sean tratados como si fuésemos iguales, y al parecer nuestro muy querido señor Göring está de acuerdo.

Así que, para que todos estemos complacidos, hemos decidido traerlos aquí y darles la libertad que tanto quieren; pero eso sí, muy lejos de nuestra vista.

Aquellos hombres y mujeres quedaron paralizadsos. cuando al fin reaccionaron se miraron mutuamente dedicándose discretas sonrisas llenas de entusiasmo.

—Pero esperen.

Interrumpió el marinero golpeando el suelo con su bastón

—No piensen que simplemente serán libres en este momento con tanta facilidad...

Resulta que teníamos muchas ganas de llevarlos de vuelta al nido de alimañas de donde salen, pero en este momento me parece que da igual si se van hacia alguna isla para hacer una nueva vida muy lejos de nuestra vista y...

Bufó y prosiguió.

—Casi lo olvido. Hay un detalle más. Por lo general esta embarcación tiene muchos menos tripulantes a bordo, por lo que realmente hay muy pocos botes para llevarlos.

Pero no se preocupen, se pueden llevar todos los botes que tenemos para que puedan alcanzar alguna de las islas cercanas… si es que llegan a encontrar alguna.

Los tripulantes de la nave se armaron con fusiles y con la fuerza de la amenaza de su mira fueron llenando uno a uno los botes hasta saturarlos. Fue sorpresivo para ellos que afortunadamente todos llegaron a flotar, aunque lo hacían con una inestabilidad más que notable.

Cuando fue dejado en el agua el último bote, el capitán ordenó dar marcha al Tempestad dejando a los negros y negras como hombres libres, pero en una situación que auguraba su pronta muerte.

No pasó mucho tiempo antes de que la primera embarcación se diera vuelta lanzando a sus tripulantes al agua, y Kamino era uno de ellos. El agua salada del océano era algo completamente desconocido para él y muchos de quienes le acompañaban. En ese momento le pareció que era como ácido que quemaba su boca y garganta.

Mantenerse a flote atados por cadenas sin haber nadado nunca le resultaba ya difícil, pero una lesión que acarreaba en su rodilla convirtió su lucha por sobrevivir en una auténtica tortura. Kamino enfrentó en ese momento la que sin duda era su parada final hacia el destino de la muerte.

Vivió en terrible horror y desesperación mientras luchaba por mantenerse con vida. En aquel momento solo había lugar en su mente para dos cosas: el recuerdo de la madre que alejaron de él para siempre cuando fue comprado, y el profundísimo odio y rencor que sentía por quienes le habían hecho tanto daño a él y a los suyos.

En medio de su desesperada lucha, Kamino lamentaba su fragilidad humana al notar como sus energías se consumían. Apenas lograba ver los rostros aterrorizados de sus pares que intentaban, como él, no desfallecer. Pero no tardó mucho en fatigarse y empezar a perder su flote.

Supo que estaba por alcanzar el minuto de su muerte al descubrir como sus extremidades ya no respondían a ningún movimiento que intentase. Respirar le resultaba una tarea cada vez más desafiante, hasta que acabó pareciéndole totalmente imposible.

Con sus últimas fuerzas, Kamino dio un brinco que lo elevó sobre el agua, y logró articular en ese instante las que serían sus últimas palabras: «Robert Göring». Al segundo siguiente, Kamino fue devorado por la gigantesca masa de agua de aquel vasto océano.

Los hombres que tripulaban el Gran Tempestad jamás hablaron ni una palabra de lo que había ocurrido esa noche, y para los oídos públicos los esclavos de la Hacienda Göring fueron llevados de regreso a África y liberados en la jungla. Contar esa versión de los hechos fue lo que Robert Göring les hizo prometer cuando los vio de regreso. Quería ocultar su despiadado y horrendo crimen para siempre.

Es curioso pensar que, a pesar de que las injusticias parecen abundar entre una humanidad corrompida y llena de odio, todo acaba por pagarse en este o en el otro mundo. A veces las extrañas entidades que controlan nuestro universo pueden ser especialmente despiadadas cuando deciden castigar a personas viles.

«Cuídate del odio, pero al miedo jamás le des poder en tu vida», era una frase que Ni Kihmba, la madre de Kamino, le repetía casi diariamente luego de orar por su protección y buena fortuna. La tribu Manambé tiene una cultura de tradiciones espirituales antiquísimas.

Se dice que adoran a varios dioses de similar jerarquía que brindan distintos favores a cambio de discretas ofrendas. Ni Kihmba oraba siempre por la libertad misma, y le enseñó a Kamino sus costumbres para que siguiera sus ceremonias al pie de la letra.

Aunque estaba muy pequeño cuando fue arrebatado del seno de su madre, Kamino mantuvo siempre las tradiciones que ella le había enseñado, y oraba siempre por la libertad que hasta el último día de su vida le fue siempre negada.

Aquellos hombres y mujeres fueron arrastrados desde el sangrante corazón de África hasta nuestras tierras para ser abusados por los canallas esclavistas. A esas alturas ya sus espíritus estaban mitigados y sus cuerpos cansados de luchar.

Los desventurados negros vivían en medio de una horrible pesadilla, en lo que sin duda era un terrenal infierno. La fe había vuelto a tener sentido para ellos al oír los rumores de la abolición.

Finalmente, el infausto destino de los negros, las negras, de todos los vástagos heridos de la vieja madre África, al fin lucía esperanzador. Pero Robert Göring, en la infinitud de su maldad y egoísmo, decidió prohibirles a sus esclavos tener una vida en la que aquél odioso flagelo había acabado para siempre.

Algo incluso más malvado, allá en el otro mundo, estaba realmente furioso por eso.

Luego de la infame noche del 30 de marzo, Robert Göring no volvió a ser capaz de concebir ni un pequeño atisbo de dicha en su vida. A partir de ese entonces las numerosas tragedias que rodearon a su familia fueron destruyendo progresivamente su humanidad entera.

Apenas dos semanas después, Gertrud, Claudia y Leni Göring fallecieron súbitamente tras sufrir un extraordinario accidente que ocurrió mientras viajaban hacia Caracas. La noche anterior a su infortunio había caído sobre las montañas una recia tormenta.

Era común que cada día lloviese en esas tierras, pero las de aquellos días fueron tan impetuosas que desfiguraron sus paisajes naturalmente verdosos y llenos de vida.

Aquellas montañas boscosas terminaron recubiertas en una babosa mezcla de lodo, raíces y rocas que acabó sucumbiendo ante su propio peso.

Justo cuando la carreta de las jóvenes nietas de Robert Göring iba serpenteando a la sombra de un acantilado, hubo de repente un gran estruendo. Un gigantesco tronco de tierra que se desplomaba desatando un enorme deslave que alcanzó el camino en un periquete.

El accidente fue fatal desde el primer impacto. La enorme masa de tierra sepultó la carreta, a su cochero, y a las jóvenes que la abordaban en el seno del espeso Bosque Grisáceo sofocándoles hasta la muerte.

Walter Göring y su esposa Hanna sufrieron amargamente la pérdida de sus hijas. Dicen que Walter cayó en un desbordado alcoholismo casi de inmediato. Se volvió un hombre inestable, irritable y violento, insoportable... y eso quebró su matrimonio de forma irreparable.

Hanna abandonó a Walter un año después, y la enfermedad fue a visitarlo al mes siguiente cuando fue víctima de la malaria. Su cuerpo agotado por sufrir excesivas noches de insomnio simplemente no pudo soportarlo, y falleció a causa de ella.

Pero Walter no era el único que no lograba dormir en la mansión Göring. Quienes trabajaban en la hacienda aseguran que cada día, poco antes de la medianoche, era posible escuchar un escándalo que estremecía cada habitación y pasillo en ella.

El sonido era descrito como una mezcla de alaridos infernales que duraban horas, dejando asomar diversos ruidos entre los que identificaban como agudos golpes de cadenas.

El espantoso evento atormentaba a quien lo escuchase, y quienes estaban no lograban entender como alguien podían soportarlo dentro de la mansión, por lo que asumían que simplemente nadie lo hacía.

Finalmente, Robert Göring murió el 10 de enero del 1858. Tenía un cuadro de neumonía severo, una cadera fracturada por resbalarse y caer de bruces en un charco de hielo, y seis dientes rotos por la misma caída. Para entonces ni siquiera se le veía asomarse en su balcón.

Quienes llegaron a verle en aquel entonces contaban que nunca lograron ver en su rostro alguna sonrisa. Dicen que su último y pútrido aliento llegó cuando sus pulmones alcanzaron el total colapso.

Robert Göring vio llegar sus últimos instantes al descubrir como sus extremidades ya no respondían a ningún movimiento que intentase, y respirar le resultaba una tarea cada vez más desafiante, hasta que acabó pareciéndole totalmente imposible...

Hoy en día, la otrora esplendorosa mansión Göring no es más que un montón de ruinas, pero si te atreves a acercarte a ella a la hora correcta, todavía es posible escuchar los lamentos que recuerdan la tragedia de sus antiguos habitantes y la masacre que causó Robert Göring y su arrogante malicia.

Descubre los cuentos:

►Prefacio
►El ritual
►El revolotear de las moscas


"Los Cuentos de Mizú" es una antología de cuentos de horror escrita por Eddie Alba e ilustrada por Julian Met'yu. Esta nos lleva a conocer las historias del distinguido y desaliñado Mizú, un gato experto en ciencias oscuras y gran conocedor de leyendas que investiga las interacciones de los seres humanos con lo sobrenatural.

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