Facturas de la felicidad
Desde hacía años la conocía y desde el primer día que la vio supo que aquella mujer cambiaría su vida. En aquel entonces ella iba con alguien, él iba con otra, y acercarse habría sido cruzar un puente demasiado peligroso. Así que la admiró desde lejos, de reojo, en la distancia lleno de asombro. Ella también hizo lo mismo, se lo confesó una tarde llena de sol: ató su mirada en un descuido al cuerpo masculino y lo revivió más tarde en noches febriles.
Separados, habían sido tan infelices. Él se llenó de hastío en una relación que moría latiendo despacio. Se propuso arreglar la desgastada grieta de aquella relación traicionando la resistencia del corazón y se encontró con la precisa cantidad de golpes y tristezas para desistir. Fue entonces que solo corrió a la presencia de aquella mujer, que encontró sentada, con las puertas abiertas, esperándolo, dispuesta a la entrega postergada.
Por eso tiembla entre sus brazos, él tan acostumbrado al látigo del destino, a la falta de regocijo inagotable, a las horas de ausencia, odios manifiestos, a la propia muerte. Tiembla y cuando ella le pregunta por qué lo hace, él en pocas palabras dice: soy feliz y me da miedo.