El rastro de las mujeres desaparecidas
Luego, voy al baño y allí frente al espejo, con estupor, encuentro sus rostros y sus historias, reseñadas en los periódicos, los noticieros y en las redes. Sus rostros se parecen al mío, ellas y yo creemos y defendemos lo mismo. Las mujeres vivas nos reconocemos porque tenemos mariposas encendidas en los ojos, las que no, solo dos grandes huecos. Y las que me miran siempre en el espejo no han escondido ante mí sus abismos.
Salgo entonces a esa hora, la misma de siempre, a buscarlas, orientada por sus murmullos permanentes, por un millón de ellas detrás de mí. Sus voces crepitan en mi conciencia y me van cercando con muecas hilarantes, llenas de dolor y de miedo. Me persiguen y me dicen: ahí, ahí. Con la boca reseca miro acertijos, signos, un humo espeso: el hilo incierto que dejan las almas al morir.
Y vuelvo a la cama agotada, cansada, en plena madrugada, después de recorrer calles pobladas de ánimas sin descanso. No me duermo esperando que vuelva mi madre, pero no ha vuelto jamás, ella también es una desaparecida, devorada por el tiempo. Sus huesos jamás hallados crujen aquí, cada día, convirtiéndome también a mí en una sombra sin sosiego.